El Congreso le dio la espalda al pueblo para proteger los privilegios de una élite que nunca ha soltado el poder.
(Las imagenes están así, borrosas, confusas, pixeladas, como está la situación del país)
Por. Carlos Humberto Arango C.
Una vez más, el pueblo habló... y el Congreso le tapó la boca. La consulta popular era una esperanza de justicia laboral, una forma de equilibrar la balanza. Pero los poderosos no aceptan perder control. La hundieron con miedo, con mentiras, con esa arrogancia que ha gobernado Colombia por generaciones. Y lo más grave: ahora intentan convencernos de que quien amenaza la democracia… es quien la quiso consultar.
Por más que el presidente Gustavo Petro haya llegado al gobierno con una mayoría democrática, el poder —el verdadero, el económico, el legislativo, el que decide detrás de los escritorios— nunca se fue. La caída de la consulta popular radicada el 1 de mayo, que buscaba blindar aspectos esenciales de la reforma laboral, lo demuestra con dolorosa claridad.
El Senado votó: 49 en contra, 47 a favor. No alcanzó. Se hundió una posibilidad de preguntarle directamente al pueblo sobre su derecho al trabajo digno. Se hundió, también, la esperanza de avanzar hacia condiciones más equitativas. Y no fue solo una derrota política: fue una advertencia. El mensaje es claro: aquí aún mandan los mismos de siempre.
El odio visceral de ciertos "empresarios congresistas", que viven de maquillar su mezquindad con discursos técnicos, tiene un objetivo: mantener intacta la esclavitud moderna. No quieren reformas, no quieren derechos laborales, no quieren ceder ni un ápice del modelo que les ha dado todo. Les aterra que el pueblo tenga voz. Les repugna que un gobierno quiera redistribuir el poder.
Y, sin embargo, cuando este gobierno termine —como todo gobierno termina— los males estructurales del país serán, paradójicamente, responsabilidad de Petro. Todo lo que no funciona, todo lo que no cambió, todo lo que sigue en manos de clanes corruptos, se lo endilgarán a estos cuatro años, como si el resto de la historia no pesara. Como si no fueran ellos los que han gobernado por décadas. Como si no fueran ellos quienes siguen manejando los hilos de la administración pública, de la justicia, de los negocios, de las licitaciones, de los medios.
Porque, seamos francos, el aparato estatal nunca cambió de manos. Solo se maquilló con un nuevo rostro, un nuevo discurso y un intento de ruptura. Pero el sistema sigue intacto. Necesitaban un Petro para poder decir: “¿ven? La izquierda no sabe gobernar”.
La élite empresarial-política —ese club cerrado donde los "honorables parlamentarios" se reparten ministerios, EPS, carreteras, peajes, salud, educación, y ahora también las reformas— ha vuelto a demostrar que en Colombia se gobierna sin importar quién gane las elecciones.
Y en medio de todo, alimentan un miedo que es tan viejo como falso: quieren hacer creer que este presidente quiere perpetuarse en el poder. Reproducen la mentira de una dictadura en formación. Agitan el fantasma del “castrochavismo” cada vez que se les acaban los argumentos. Es la vieja estrategia de sembrar miedo para evitar el cambio. Pero hay que decirlo con claridad: Petro no se va a quedar en el poder. No hay intención ni camino legal para ello.
Lo que sí debería asustarnos no es un Petro perpetuo —que no existe—, sino la perpetuación del modelo que nos tiene hundidos en la desigualdad, en la corrupción sistémica, en el saqueo legalizado. Lo que debería asustarnos es la facilidad con la que los poderosos manipulan la opinión pública para conservar sus privilegios.
La consulta popular fue hundida por quienes temen que el pueblo decida. Por quienes le tienen miedo a una sociedad crítica, informada y empoderada. La reacción no se hizo esperar: denuncias de fraude, intervención policial para evitar enfrentamientos, y la frustración generalizada de quienes, una vez más, vieron cómo la esperanza se ahoga en el pantano del Congreso.
Pero aún queda algo: la memoria. Que no se nos olvide quiénes hundieron la consulta, quiénes aplaudieron y quiénes se escondieron. La historia no termina aquí. Solo empieza a escribir una página más de esta larga lucha entre el poder y el pueblo.